Helen Rytkönen

Helen Rytkönen

2 relatos cortos de amor para dejarte el corazón calentito

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Los relatos cortos de amor son un vicio para mí. Me fascina el poder contar en pocas palabras una historia, el dejar las palabras exactas para que luego tú, romántica, puedas imaginar el resto de la trama. Las veo como obras de teatro: en un solo lugar, con pocos personajes, intensidad. ¿Qué más hace falta para crear un ambiente que haga estremecer las emociones?

Después de Desde el rompeolas, el cuerpo me pidió escribir historias cortas. De esas que tienen un mensaje claro y que bombardean directamente el corazón de quienes las lean. De ahí salieron Lo que nos dijo la tormenta y La niebla en mí. En la primera, reflexiono sobre la diferencia de vivir en colores y vivir en blanco y negro. En la segunda, sobre la importancia del perdón y de encontrarse a una misma.

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La protagonista, Erika, no sabe cómo avanzar. La niebla la engulle: su separación, dos niñas pequeñas y, ahora, la muerte de su mejor amigo.

Debo decir que son mis historias favoritas de todos mis hijos literarios. Quizá por lo que significaron en su momento, por el rol que tuvieron en esas etapas concretas de mi vida. Pero lo cierto es que es un formato en el que me siento muy cómoda y que seguirá presente en mi literatura de una forma secundaria, pero no olvidada.

A finales del año pasado, me pidieron escribir varias historias cortas para un proyecto. Hoy he querido compartir contigo algunas de ellas, dos relatos muy muy breves que hablan de amor. De diferentes tipos de amor, pero con un potente denominador común: la esperanza. Esa que los corazones amantes mantienen viva pase lo que pase.

¿Te vienes conmigo a descubrir estas dos historias?

Relatos cortos de amor #1

Desde que María, la última de mis cuatro hijos, decidió ir a probar sus alas en Madrid, la casa se me caía encima. Había sugerido a Javi que quizá se nos hacía grande, pero vi en su mirada un total rechazo a la idea, a pesar de que sus palabras no fueron tan categóricas.

—Piénsalo, amor, ahora podemos reconvertir alguno de los cuartos en un despacho, o en un cuarto de lectura. En lo que tú quieras.

Lo que en el fondo no quería era renunciar a su pequeño taller en el garaje, a las cervezas por la tarde en el jardín o a la sensación de que, si queríamos, podíamos volver a acoger a todos los polluelos en el nido.

Y yo me tragué las ganas de decirle que la que limpiaba era yo, la que ordenaba los armarios y sacaba temporadas de verano e invierno también era yo, y que ya no tenía treinta años y toda la energía del mundo. En cambio, me callé y me levanté sin decir nada. Así estaban las cosas desde hacía tiempo; parecíamos dos desconocidos que se trataban con paños calientes para no hacer explotar la situación.

Entre Javi y yo las cosas estaban templadas: ni frío ni calor. Habíamos vivido tantos años sostenidos por la vorágine de cuatro niños a los que llevar y traer que en algún momento dejamos de hablar de otra cosa que no fuera la familia. Dejamos de tocarnos con avaricia, de coquetear, de buscar momentos robados. Nosotros, Amanda y Javi, con toda la historia que llevábamos a cuestas, esa pareja que era ejemplo para todo el mundo.

Aquel día me levanté con algo burbujeándome en el cuerpo. No lo había sentido desde hacía años, pero en vez de asustarme me hizo sentirme fuerte. Me vestí prestando atención a lo que me ponía, atreviéndome con combinaciones que hacía tiempo que no usaba, y salí a la calle para ir a apuntarme en el curso de escritura creativa que se impartía en el centro social.

Luego fui a la biblioteca a preguntar si podíamos repetir los cuentacuentos para bebés, y al recibir una respuesta positiva sentí una alegría que me hizo flotar. Comí en uno de los restaurantes nuevos del pueblo, de esos donde antes habría ido con Javi de cena romántica, y luego paseé hasta casa, soñando despierta con todo lo que había logrado solo en unas horas. Había despertado de la quietud, había reaccionado. Y eso era… volver a ser real.

Cuando Javi llegó a casa, no me encontró donde siempre. Escuché sus conocidas pisadas en la cocina hasta que llegó a la pequeña terraza. Levanté la vista al notarle apoyado en las puertas de cristal, y le observé como hacía tiempo que no lo hacía. Recorrí con la mirada su alta figura, el pecho ancho que tantas veces me había abrazado, las manos fuertes y bonitas que habían sostenido a nuestros hijos cuando nacieron, el pelo canoso que tan bien combinaba con su tez morena y la sonrisa tímida, y la mirada clara y franca. Esa que, de pronto, me estaba observando con una fijeza diferente, y que hizo que me sonrojase sin esperarlo.

Le vi acercarse y sentarse frente a mí en la hamaca. Nos miramos y el aire cambió de densidad: algo estaba volviendo, reajustándose, como las piezas de un puzle que se acoplan con facilidad y alegría. Cogí aire y entonces me puso un dedo sobre los labios.

—Ahí sentada, con tu libro sobre el regazo, pareces la Amanda de quince años a la que regalé aquel ejemplar de «La historia interminable».

Fue como si hubiese pronunciado la clave secreta. Abrí la boca y entonces todo salió a borbotones. Hablé, hablé y hablé, sin dejarme nada atrás. Cómo me sentía, cómo quería volver a sentirme y qué cosas quería que pasasen en mi vida de ahí en adelante. Me escuchó con atención, desviando la vista alguna de las veces, pero al final, cuando terminé, se quedó callado.

Tenía la garganta seca y me faltaba el aire, pero lo que más necesitaba era oír su voz. Saber si me seguía en mi nueva aventura, o si en cambio no iba a modular su vida para acompañarme.

Entonces se levantó, y sus ojos fueron cálidos cuando me tendió la mano.

—¿Te apetece dar un paseo?

Ahora era él quien parecía el chico de quince años que me venía a buscar con cualquier excusa para poder darme la mano mientras paseábamos por las afueras del pueblo.

Y sonreí, llena de esperanza.

Relatos cortos de amor #2

La clase de infantil parecía no haber cambiado en nada. Claro, solo hacía dos meses que la había dejado y ahora, por carambolas del destino, le volvía a tocar. Había rezado por que la cambiasen de nivel, hasta de edificio, pero el año pasado había sido el primero con ese grupo de edad y querían que se afianzase en él antes de pasarla a otro mayor.

El aula parecía esperarla: hasta los muebles la miraban expectantes para saber qué pasaría ese año. Si iba a mover los grupos de sillas y mesas, si se inventaría otra disposición para las zonas de juegos, o si actuaría de nuevo de testigo ante escenas que no deberían darse en un entorno como ese. Suspiró desde lo más profundo de su pecho, tirando de ese nudo que hacía meses que se había instalado en él y que no era capaz de hacer desaparecer.

Aquel día quería dejar la clase bien preparada para cuando llegasen los pequeños. Se entretuvo escribiendo los nombres de los niños en papeles de colores, estuvo revisando las cajoneras y metiendo en ellas las regletas y unos regalitos de bienvenida que les había hecho, chequeó que tenía todo el material necesario para las primeras semanas en su armario, y finalmente revisó el listado de niños, a ver si le sonaba alguno de sus épocas como maestra auxiliar.

No había mucha gente en el colegio, la mayoría de maestros ya habían estado en sus aulas y probablemente vendrían al día siguiente, cuando tendría lugar la reunión de inicio de curso y luego las tutorías de los padres. No esperaba a nadie, así que no escuchó los pasos hasta que la puerta se abrió. Levantó la vista, sorprendida, y el nudo en su interior se tensó.

A primera vista él parecía estar igual. No había perdido un ápice de su porte atlético de profesor de educación física y tampoco estaba excesivamente bronceado a pesar de haber estado de vacaciones en Mallorca. No obstante, su mirada poseía algo distinto, algo parecido a un hambre lleno de ansias que intentó ocultar al chocar sus ojos con los de ella.

—Hola, Marcos.

Su voz sonó débil y tuvo que carraspear. Él no respondió al saludo sino se acercó a ella, decidido, poniendo las manos en el escritorio para enfrentarla.

—Déjate de saludos y dime por qué no has respondido ni a uno de mis mensajes este verano. Ni a los mensajes ni a las llamadas. ¿A qué ha venido eso?

Ella desvió la vista de su ceño fruncido e intentó que su corazón no se desbocase.

—Ya te dije que no iba a buscarte más. Lo nuestro se ha terminado y no tiene ningún sentido seguir alargándolo.

El resopló, impaciente.

—Se terminó porque lo decidiste tú. Tiraste a la basura todo lo que…

—No, no fui yo quien lo estropeó todo —interrumpió ella, airada—. Fue tu incapacidad de tomar una decisión la que hizo que yo no quisiera seguir siendo un segundo plato, ese picante que necesitabas para tener la vida perfecta.

Él bajó la cabeza, negando algo que ella no entendía. Le miró, sabiendo que todos sus sentimientos seguían intactos, que aquel hombre era el amor de su vida, pero también que tenía que ser fiel a otro amor más grande: el que tenía por sí misma.

—Sofía y yo ya no estamos juntos. La dejé en julio, el día después de terminar el curso. Eso era lo que quería contarte desde que ocurrió.

Sintió que todo su interior se estremecía por el impacto, y solo entonces fue capaz de encontrarse con su mirada, esa que le contaba que la había echado de menos y que seguía queriéndola con la intensidad que habían descubierto una tarde tonta de octubre al salir del colegio.

—Intenté contártelo, pero no hubo forma de hablar contigo. Incluso fui varias veces a tocar el portero de tu apartamento, pero nunca estabas.

—Me fui a casa de mis abuelos a Asturias —susurró ella, recordando aquel mes de lágrimas escondidas y baños en el helado Cantábrico. La mano de él se deslizó por la mesa y agarró la suya, entrelazando los dedos con fuerza. Ella le devolvió el apretón, con el corazón galopándole a mil por hora, y se permitió una sonrisa esperanzada.

—¿Nos vemos a la salida? —preguntó él en voz baja. Todo palpitaba a su alrededor y ella tuvo problemas para hacer salir su voz. Asintió en silencio y él se desprendió de su contacto lentamente, fabricando promesas silenciosas que llenaron el espacio entre ellos.

Solo cuando él hubo salido por la puerta fue capaz de levantarse, dejando que las lágrimas rodasen por su encendido rostro y que su mano se posase sobre su vientre redondeado y lleno de vida.

Escribir relatos cortos siempre es un reto y una satisfacción. ¿Qué te han parecido, romántica? Cuéntame tu opinión y déjame sugerencias de otros relatos cortos de amor que te hayan hecho vibrar. ¡Me encantará conocerlos!

Y con esto, ¡hasta la semana que viene, romántica!

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